martes, 18 de diciembre de 2012

Cole Porter y “De-Lovely”


Sus canciones nos han acompañado siempre, con frecuencia quizá ignoremos que son suyas pero están en la banda musical de nuestra vida y hasta puede que algunas ocupen un lugar especial en nuestro imaginario sentimental. 



Las compuso mayoritariamente a lo largo de cuatro décadas del siglo pasado, entre 1920 y 1960, décadas especialmente creativas en la música popular americana. Canciones sofisticadas, de gran complejidad musical y argumental. Temas románticos, cínicos, irónicos o deliciosamente divertidos; casi siempre con un trasfondo biográfico y siempre geniales. Canciones que dicen cosas profundas, aunque a veces lo disimulen bajo esa capa de alegría y despreocupación que a menudo las envuelve.



Más de mil temas que integraban algunas de las más exitosas comedias representadas primero en aquel Broadway mítico y glamuroso, y después también en el Hollywood de los optimistas musicales. Muchas pensadas para Fred Astaire que en los años de la depresión constituían un escape de las duras condiciones de vida; que siguieron alegrando a las gentes en los conflictivos años cuarenta y haciéndolas soñar a lo largo de la década siguiente, la edad de oro del musical americano. Y que entonces y después continuaron cosechando éxitos en las voces de Frank Sinatra, Ella Fitzgerald... y tantos otros, hasta nuestros días, en que numerosos cantantes vuelven a interpretarlas, seguros de que otra vez nos entusiasmarán.

¿Quién no disfruta escuchando I Love Paris, You're the Top, Begin the Beguine, So in Love, Let's do it...?, ¿Quién no recuerda a Marilyn Monroe entonando My Heart Belongs tu Daddy?; ¿a Ginger y Fred enamorándose con Night and Day en La alegre divorciada (Sandrick, 1934)?



¿a Cyd Charysse transformándose en elegante dama burguesa al compás de una de sus melodías en La bella de Moscú (Silk stockings, Mamoulian, 1957)?...



Por recordar sólo alguno de los muchos momentos mágicos que sus temas han hecho posible.

Se trata de Cole Porter, uno de los grandes compositores de la música popular norteamericana en la primera mitad del siglo XX. En su país es un clásico y en Europa, al menos, también. No fue como manda el cliché un músico recluido en oscuros aposentos luchando contra la miseria; lo tenía casi todo, inteligencia, ingenio, gracia, y, desde sus inicios, fortuna.

Nacido en el seno de una familia perteneciente a la buena sociedad americana: abuelo millonario,  madre fervorosa que le introduce en la música desde muy niño, educación esmerada en Yale, donde ya componía para el equipo de fútbol de la universidad..., tras un breve paso por Harvard para estudiar Leyes decide concentrarse en la música y en 1916 asistimos a su primer estreno en Broadway, que constituye un rotundo fracaso.

Marcha entonces a París, donde, acostumbrado al lujo y la riqueza, lleva una vida alegre y despreocupada, moviéndose en los círculos de la alta sociedad. Conocía a todo el mundo: Stravinsky, Cocteau, Picasso, Fitzgerald, Hemingway, Noel Coward... son alguno de los personajes que allí frecuentó. Declaradamente homosexual, conoce a Linda Lee Thomas, una rica divorciada ocho años mayor que él y en 1919 contraen matrimonio en París. Linda le abriría aún más su esfera de contactos sociales y se convertiría en un elemento decisivo para su carrera de compositor.

Sin abandonar completamente su residencia francesa, regresa con su esposa a los Estados Unidos, dividiendo su vida entre París y New York. Quiere triunfar en Broadway, llegar a ser tan famoso como George Gershwin o Irving Berlin, quien le abriría las puertas del mundillo teatral neoyorkino. Y aterriza allí cuando el crack del 29 ha sumido al país en el pesimismo y la depresión. No será una barrera; tal vez sus canciones atrevidas y optimistas fueran un tónico para una nación en apuros, porque sus comedias "Anything goes", (1934), y "Gay divorced", (1932), alcanzan enorme éxito. Y esta última se adaptará al cine dos años después.

Siempre sin renunciar a moverse por el mundo, se traslada entonces a Hollywood y empieza su colaboración con el cine, compaginándolo con su actividad teatral y su vida cosmopolita y viajera. En 1937 se parte las piernas en un accidente que le dejó dolores crónicos y le obligó a someterse a más de cuarenta operaciones; nunca se recuperaría de aquello que iría agravando su estado y sumergiéndole en graves depresiones, pero que no le impidió seguir creando.

Kiss me, Kate (1948)

Su carrera seguiría siendo una sucesión de éxitos, tanto en Broadway como en Hollywood. Consiguió su mayor logro teatral con una adaptación de "La fierecilla domada" de Shakespeare, titulada "Kiss me Kate", (1948). Pero antes y después otras muchas de sus comedias musicales alcanzaron gran fortuna y un buen número de ellas se llevaría  también al cine.



Hollywood nos ha regalado adaptaciones inolvidables. Ya hemos citado "Gay divorced", ("La alegre divorciada", Mark Sandrich, 1934), pero también Rouben Mamoulian acomete en 1957 la versión para el cine de otro éxito teatral de Porter, "Silk Stockings", una nueva mirada sobre la "Ninotchka" de Lubitch de 1939. Y están otras, "El pirata" (Vincent Minnelli, 1948), "High Society", ("Alta sociedad", Charles Walters, 1953), "Les girls", (Cukor, 1956), "Can-Can", (Walter Lang, 1960)...

The girls (Cukor, 1956)
Su mundo fue muy frívolo, pero muy rico en estímulos intelectuales. Su estilo de vida refleja la personalidad de un dandy caprichoso y exquisito en todo: sus atuendos, sus gustos, sus diversiones, su trabajo también..., aunque él supo combinar esos entornos frívolos y alocados de fiestas disparatadas y dolce far niente con su quehacer de compositor melódico, dejándonos una obra imperecedera.   

Hay al menos dos películas biográficas sobre su trayectoria vital. La primera, falsa e hipócrita, se realizó en vida de Porter, bajo el título de una de sus canciones más famosas, "Night and day" (Michael Curtiz, 1946) y ofrece un perfil dulzón y extremadamente engañoso del personaje y su historia; la época no permitía más. Sin embargo hay otra sumamente interesante, al menos para aquellos amantes de sus canciones, "De-Lovely", un musical realizado en 2004, que, injustamente, pasó por nuestras carteleras casi desapercibido.


Su director, Irwin Winkler, se rodeó de profesionales brillantes; técnicos, actores, bailarines, cantantes... para realizar una obra seria y honesta. Contó, por ejemplo, con excelentes intérpretes como Kevin Kline, que compone aquí uno de los mejores personajes de su carrera, y con un elenco de figuras relevantes del rock, jazz y pop actuales como Robbie Williams, Elvis Costello, Sheryl Crow, Diana Krall o Natalie Cole, para interpretar versiones exquisitamente orquestadas de diferentes temas del compositor, salpicadas con otras, antiguas, en la propia voz de Cole Porter.

El film, con un enfoque parecido al que Bob Fosse empleara en "All that Jazz" (1979) para contarnos su autobiografía, pero sin la amargura que éste desprende, elude de manera deliberda la exposición lineal. No la necesita para darnos una acabada visión del personaje, mostrando con acierto sus vivencias en un entorno teatral consustancial a lo que fue la vida, no siempre fácil y especialmente traumática desde su accidente, de este hombre tan intensamente dedicado al teatro.

La trama abarca desde sus años parisinos hasta su vejez, cuando ya septuagenario el personaje se enfrenta, con sorpresa, alegría y dolor, a ese desfile de momentos pasados. Así, su técnica narrativa estructura el film como una mirada que el compositor ya en declive dirigiera a su pasado, mientras éste se despliega ante sus ojos sobre el escenario del primer teatro en que actuó. Emocionado interrumpe a veces la representación para apostillar o quejarse de lo representado. Pero el film avanza, entrando y saliendo para detenerse en diferentes momentos del recorrido vital del personaje, apoyando siempre la narración en sus canciones, que nos van dando la trama argumental de su acontecer.

https://www.youtube.com/watch?v=sjqQ1c9EJkY

La película está especialmente lograda en su aspecto musical, y mantiene en todo su desarrollo el interés del espectador, que, si es aficionado al género, agradecerá muy mucho la iniciativa, ya que últimamente se realizan pocas películas musicales y, entre ellas, se pueden contar con los dedos de la mano las que alcanzan un nivel comparable a las geniales que nos dieron las décadas del 30 al 50. Claro que aquellos años dorados del musical contaron con compositores tan brillantes como Cole Porter, cuyas obras siguen emocionándonos hoy.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Radiguet y Rimbaud: rebeldes y provocadores


Hacia 1920 un joven francés de 17 años, Raymond Radiguet, visionario y trágico, compone su primera novela, El diablo en el cuerpo, (Le diable au corps). Se trata de un relato autobiográfico donde describe su iniciación amorosa, una relación con la esposa de un soldado durante la primera guerra mundial cuando él contaba tan sólo 15 años de edad.

Raymond  Radiguet por Modigliani
Un año después, Radiguet abandona la escuela para llevar una vida bohemia. En seguida conoce y frecuenta a pintores como Modigliani, Picasso o Juan Gris; compositores como Milhaud y Poulenc; escritores como Max Jacob y sobre todo Jean Cocteau, que, fascinado con la personalidad del joven adolescente, se convirtió en su amigo inseparable, difundiendo sus poemas y contribuyendo de manera decisiva a su inmediato reconocimiento por la vanguardia intelectual y artística. 

Corrían los años veinte, años extravagantes y tensos de la postguerra reciente que el joven autor, de repente rico y famoso, quemó en un desorden febril. Le nouveau Rimbaud, como se le apodó a veces, se sumergió de lleno en el mundillo intelectual parisino, publicando algunos cuentos en el periódico satírico Le Canard enchaîné, y poemas y artículos en la revista Le Coq, que fundara con Cocteau y donde colaboraron también talentos de la talla de Paul Morand o Tristan Tzara. 


Lamentablemente no tuvo tiempo para saborear las mieles del éxito, sino que pasaría por aquellos círculos vanguardistas como una exhalación, ya que, con tan sólo veinte años de edad, unas fiebres tifoideas acabaron bruscamente con su vida. 

Le diable au corps, (El diablo en el cuerpo), su famosa novela -sólo alcanzó a escribir dos- se publicaría un año después de su muerte, suscitando desde el principio entusiasmos y rechazos encontrados. La guerra está aún reciente, las heridas siguen abiertas y el clima moral dominante desborda ardor patriótico. En semejante contexto la aventura de este adolescente, aromada de desencanto, irreverencia y amargura, es percibida como un desafío a los valores imperantes. Y el estilo cínico y exhibicionista en que el protagonista narra los hechos, el desprecio manifiesto por el conflicto bélico, dibujado sólo como un telón de fondo, más miserable que épico, para el desarrollo de su aventura amorosa... todo ello es juzgado por muchos como algo extremadamente transgresor y escandaloso. 

La obra, de lectura rápida y fácil, está escrita en un lenguaje elegante, seco y preciso, que desvela influencias literarias bien asimiladas, con ecos del cinismo de Laclos, la crueldad de Lautréamont, la lucidez destructiva de Rimbaud, la precisión emocional de Proust... y sólo tiene 17 años cuando la escribe.

El enfant terrible que narra en primera persona esta historia se da el lujo de vivirla y diseccionar al mismo tiempo lo vivido, porque lo que importa para él no son tanto los sucesos que acontecen sino el efecto que producen en su alma, que le marcan para siempre. Y lo hace exponiendo lo narrado en un estilo frío y cruel como un desafío a los convencionalismos de la época.

Casi un cuarto de siglo después, en 1946, recién terminada la segunda guerra mundial, se estrena en Francia, con el mismo título, una excelente versión de la novela, Le diable au corps, (El diablo en el cuerpo), dirigida por Autant-Lara.

Claude Autant Lara
Claude Autant-Lara, familiarizado desde niño con la vanguardia teatral, se había iniciado en el cine como escenógrafo, trabajando como tal para Jean Renoir y como asistente de dirección para René Clair, fundamental en su formación. Llegó la guerra y la ocupación alemana alejó de Francia a casi todos los directores consagrados de la cinematografía francesa aunque paradójicamente permitió la revelación de un buen número de realizadores nuevos: Robert Bresson, Henri-George Clouzot, Jacques Becker, René Clément... Y, de todos ellos, tal vez Autant-Lara fue quien mejor supo adaptarse a las exigencias de la Ocupación: temas sin contenido político, alejados en el tiempo o limitados a la aparentemente inofensiva comedia de costumbres.

En ese contexto, Autant-Lara desarrolló una manera de decir refinada y transparente, sin arriesgar demasiado ni buscar la sorpresa del espectador. Progresivamente fue perfeccionando su estilo y al acabar la contienda había alcanzado una madurez que se pondría de manifiesto en esta película, Le diable au corps


Gérard Philipe y Micheline Preles en El diablo en el cuerpo
Desde el principio todos los que participaron en el proyecto fueron conscientes de que la obra podía levantar ampollas y se aprestaron a bregar con la censura para sacarlo adelante. El film modificaba el enfoque de la novela, transformándolo en una obra distinta. Fiel a sus aspectos emocionales, conservaba del original la pasión adolescente, el amor acechado por la muerte, el pueril desafío al mundo de los mayores, aunque envejeciendo algo al protagonista para suavizar su impacto. En cambio el peso de la guerra, alusión más que presencia en la novela, se refuerza en la película como marco obsesionante de una historia desarrollada con la sobriedad, la finura de narrar y el buen gusto que caracteriza al cine de Autant-Lara. El resultado fue que mientras la novela es deliberadamente cínica y cruel, el film es tierno y sentimental, pero atrevidamente antibelicista. 

La estructura del relato, muy sutil, con delicadas simetrías a lo largo de todo el film que facilitan la exposición; la recreación del mundo de 1918, exquisitamente estilizada. Los intérpretes, también magníficos, muy especialmente Gérard Philipe, quien, con su maestría para el juego escénico, nos regala un perfil de adolescente tierno, caprichoso y un poco cruel bastante fiel al personaje de Raymond Radiguet. Y, arropándolo todo, la música de René Cloerec subraya la intencionalidad dramática de lo narrado.

Aun con todas las matizaciones que paliaban la carga transgresora de la novela, de nuevo la obra provocó el escándalo. Se estrenaba también en un clima de postguerra, terreno abonado para levantar posturas de santa indignación. Atacada por la iglesia y los militares, pero también por el partido comunista, que le reprochaba haber retratado una juventud apolítica y descomprometida; contestada además por famosos del momento como el actor Noel-Noel, ofendido en su condición de excombatiente, la película se vio acosada desde los más variados y opuestos sectores. Visto con la perspectiva del tiempo el film supone un paso adelante en la cinematografía francesa; resulta una obra muy avanzada para el momento histórico en que se produce y de una modernidad que se manifiesta tanto en la interpretación suelta y fresca de los actores como en el tratamiento de los temas que plantea, que se anticipan en más de una década a la nouvelle vague

https://www.youtube.com/watch?v=d-rlAD13FrM

Resumiendo, Le diable au corps, independientemente de la novela de Raymond Radiguet, resultó también una obra vanguardista y provocadora, pero sobre todo constituye una película valiosa. Había un mundo que recrear, la Francia de la Gran Guerra, una historia interesante que contar y unos personajes con suficiente profundidad psicológica para emocionar, y Autant-Lara asumió el reto consiguiendo realizar un trabajo más que notable; casi una obra maestra. El sentimentalismo del enfoque, muy en consonancia con el momento de su creación, no la ha hecho envejecer y aunque la trama es frágil la autenticidad de los personajes y la excelente realización la sostienen con delicada firmeza.

Volviendo al autor de la historia, Raimond Radiguet, tan comparado en su momento con Arthur Rimbaud, sí presenta tanto en su perfil personal como en la atmósfera de sensibilidad y crueldad en que desarrolla su destructivo relato autobiográfico, rasgos del malditismo que habitualmente se atribuye al poeta simbolista. También como él Radiguet tuvo mucho de niño prodigio, de adolescente insolente y furioso. Y como él dejó tempranamente la escritura, aunque en su caso por una muerte solitaria y precoz. Además, así como Radiguet hechizó a Jean Cocteau, Rimbaud fascinó a Paul Verlaine. 
Radiguet dormido, dibujado por Cocteau

Estos son los elementos que perfilan el paralelismo entre ambas figuras, y al señalarlos resulta inevitable la mención de otra película interesante, en este caso de signo biográfico, que sobre la amistad Rimbaud/Verlaine filmara la polaca Agneska Holland en 1995 con el título Total Eclipse, en España Vidas al límite. Se trata de una excelente película, bien fotografiada, contada e interpretada, a la que sin embargo se le reprochó que no insistiera más en la trascendencia que sus protagonistas, dos de los grandes, tienen para las literaturas francesa y mundial, focalizando la atención en lo puramente vital de la historia. 



Arthur Rimbaud, nacido a mediados del XIX en el seno de una familia de la pequeña burguesía francesa acomodada, conformista y severamente religiosa, fue un estudiante brillante, que ya desde los 14 años escribía buenos poemas, con una despreocupada violencia donde afloraba su rebeldía. Apenas cumplidos los quince, escapa de su casa y vagabundea por Francia y Bélgica, mientras a través de febriles meditaciones va exasperando su rebelión adolescente. 

https://www.youtube.com/watch?v=eQCFhmsWQOE

Rimbaud había nacido a mediados del XIX en el seno de una familia de la pequeña burguesía
Terminada la composición de El barco ebrio, un pequeño poema que llegaría a convertirse en una de las obras capitales de la poesía simbolista, envía el texto a Paul Verlaine, escritor ya consagrado, quien, entusiasmado, inmediatamente le invita a visitarle. Este es el origen de la tormentosa amistad que surgió entre ambos y escandalizó a sus contemporáneos. Verlaine, diez años mayor, seducido por el genio salvaje de ese arcángel demoníaco, se embarca con él en una loca aventura que dura casi un año hasta que Rimbaud, satisfecho ya de su poder corruptor, decide abandonar al amigo, quien desesperado le hiere ligeramente de un pistoletazo, dando con sus huesos en la cárcel. 



En este período compone Rimbaud entre otras Una temporada en el infierno y Verlaine, sus Romanzas sin palabras. En 1873 Rimbaud edita en Bruselas, pero no paga, Saison, que quedó en el almacén del impresor sin distribuirse. Al año siguiente compone todavía nuevas Iluminations y aún otras en 1875 cuando decide romper definitivamente con el ejercicio de la poesía. Contaba tan solo 20 años.

Por entonces se ganaba el sustento como preceptor en Stuttgart lugar que abandona para dirigirse a pie a Milán donde enfermó. Refugiándose entonces en su ciudad natal, Charleville, dedica el año a aprender italiano, español, árabe, griego moderno y holandés. En 1876 se encuentra en Batavia enrolado como voluntario en el ejército colonial de Holanda, pero pronto desertó y en seguida le vemos regresando a Europa. En los años siguientes vagabundea por Austria, Suecia, Dinamarca; vuelve a Italia, se traslada a Chipre… Finalmente en 1880 consigue que le contraten como agente de una compañía comercial y durante la década siguiente intenta hacerse rico en Abisinia.

Detalle de Verlaine y Rimbaud en Un rincon de la mesa,
de Fantin-Latour
Mientras tanto Verlaine, otro enfant terrible, espíritu torturado siempre  en lucha entre el arrepentimiento y el pecado pero siempre fiel a su vocación poética, le consagraba un capítulo de sus Poetas malditos; citaba alguno de sus versos y empezaba a crear leyenda en torno a este escritor apenas conocido, publicando además sus Iluminations, que permanecían hasta entonces inéditas. Estaba, en fin, logrando hacer de él un personaje famoso, cosa que su antiguo amigo menospreciaba.

Un tumor en la rodilla obliga a Rimbaud a volver a Francia. Es atendido en un hospital de Marsella donde, gangrenada ya la herida, se procede como último recurso a amputarle la pierna sin lograr salvarle la vida. Tenía 36 años. 
Arthur Rimbaud

Su impaciencia adolescente y su genio rebelde y aventurero, file reflejo de aquella oleada del nihilismo post-romántico europeo, le llevan a producir una poesía vigorosa de enorme repercusión, que responde exactamente a la estética simbolista de la que Rimbaud es uno de los máximos exponentes. Pero además queda ya en él sugerido también el movimiento surrealista que haría furor en las vanguardias del siglo siguiente; aquella época y aquellos ámbitos en que se movería Raymond Radiguet.

viernes, 26 de octubre de 2012

Simenon, sus historias y el cine

Son tantas las películas cuyo punto de partida es una historia de Simenon y tantas las historias que Simenon llegó a inventar... Algunas se han adaptado al cine en repetidas ocasiones. Y es que Simenon da mucho juego; de entrada, por el ingente número de relatos que llegó a producir y además porque sus tramas nunca pierden interés.

Georges Simenon


No fue considerado un gran escritor, aunque sin duda lo pretendiera, poniendo en algunas de sus obras toda su voluntad de estilo, y lo mereciera, pero fue sin discusión un novelista extremadamente hábil. No logró el Nobel ni consiguió ingresar en la Academia Francesa y, aunque figuras prestigiosas como André Gide alabaran su trabajo, en general más que como escritor se le ha venido juzgando como un fenómeno de feria por su ingente producción literaria -centenares de novelas y un millar de cuentos-, sus records de ventas, sus múltiples reediciones en tantas lenguas e incluso por el pintoresco anecdotario -cargado de miles de amantes- de su propia vida. 

Pero al margen de valoraciones de críticos y frivolidades chismosas lo que entusiasma en su trabajo es su especial manera de enfocar la sustancia del mundo. Simenon, siempre espectador, penetra su realidad circundante sin juzgarla, ofreciendo más bien comprensión y silencio. Sus novelas nos sumergen desde el primer párrafo en un mundo sensorial rico de formas, olores y sabores; sus personajes o sus objetos parecen transmitirnos cómo son al tocarlos; a qué huelen; los sonidos que los envuelven... y todo ello se perfila en un universo casi estático, donde la pintura de caracteres es mejor que las acciones que nos narra, porque las intrigas de sus obras en cambio son siempre simples, de argumento sencillo y personajes definidos.

En su inmensa mayoría se trata de historias de crímenes, en las que este escritor belga bordea a veces la genialidad, haciéndonos sentir la espesa soledad del criminal, con frecuencia desde la visión de su personaje fetiche, Maigret, que, estoico, parece contemplar el mundo y sus miserias a través del humo de su pipa.

Aparte de la serie del comisario Maigret, que por otra parte constituye lo más leído de su producción, sus mejores novelas están a menudo basadas en intrigas ambientadas en pequeñas ciudades de provincia en las que incuba sombríos personajes de apariencia respetable, moviéndose en una atmósfera hipócrita y agobiante mientras quizá se dedican a empresas oscuras. Y Simenon parece fijar su mirada en ellos conteniendo el aliento para no perder la emoción de lo que pueda sucederles, de lo que puedan hacer: ¿en qué parará esa vida que observa?,  ¿qué suceso excepcional llegará a producirse en ella?... Y lo excepcional, lo emocionante de la historia resulta que casi siempre es lo más simple.

Empieza a publicar en los años veinte del pasado siglo y a principios de la década siguiente se está ya llevando al cine una de sus novelas del ciclo de Maigret, editada justo el año anterior, La nuit du Carrefour. El título, el mismo de la novela; el director, Jean Renoir; y, representando a Maigret, el hermano del director, Pierre Renoir, probablemente su mejor intérprete, aunque los ha tenido tan inspirados como Jean Gabin, que en sucesivas ocasiones ha encarnado en el cine francés al famoso comisario. Y es que, desde esta primera ocasión de 1932 hasta hoy, entre películas y series de televisión sobrepasan con mucho el centenar las que nos recrean el mundo de Simenon y, con preferencia, aquel que desarrolla en su ciclo de Maigret.

Por supuesto han recurrido a este mundo gran número de directores franceses de todas las generaciones, Desde Carné a Cédric Kahn, pasando por Duvivier, Clouzot, Tourneur, Verneuil, Autant Lara, Jac Deray..., pero también extranjeros como Béla Tarr, cuyo The Man from London, (El hombre de Londres) de 2007, aún tenemos fresca en la memoria.

Y a menudo con resultados más que notables, como es el caso de Le voyageur de la Toussaintdirigida en 1943 por Louis Daquin, con diálogos de Marcel Aymé; o Maigret et l'affaire Saint Fiacreen España titulada tan sólo Maigret (1959, Jean Delannoy). También se podría afirmar lo mismo de La mort de Bellerodada en 1961 por Édouard Molinaro, con adaptación y diálogos de Jean Anouilh; o de Les inconnus dans la maison, (1942)realización de Henri Decoin, considerada como una verdadera obra de arte. Y en fin de tantas otras.

Quizá las más conocidas en nuestro país, donde no todas se han proyectado, sean, por orden cronológico, La viuda Couderc, (La veuve Couderc), y El tren (Le train), dos excelentes films que Pierre Granier-Deferre realiza en fechas cercanas entre sí, 1971 y 1973, respectivamente;  El relojero de San Paul, (L'horloger de Saint-Paul), dirigida en 1974 por Bertrand Tavernier; Monsieur Hire, (1989), de Patrice Leconte,  tratada detenidamente con anterioridad; y, por último, Betty,(1992), segundo intento de Claude Chabrol que ya había versionado con bastante menor fortuna otro Simenon en 1982, Les fantômes du chapelier.

También la televisión ha elegido a su comisario Maigret en numerosas ocasiones y países. En Francia han sido rodadas al menos un par series; en Italia tenemos noticia de otra, y en Inglaterra y Estados Unidos nos consta que se han efectuado varias más. La inglesa, Inspector Maigret, realizada en los primeros '90, con Michael Gambon de protagonista, es sin duda la más conocida en España.

https://es-es.facebook.com/leCaviarduCinema/videos/le-chat-1971-pierre-granier-deferre/1643561029287503/

Y entre toda esta ingente masa de telefilms y películas, nos viene a la memoria un film en particular de entre los cuatro Simenon que adaptara al cine Pierre Granier-Deferre y que constituye quizá la obra más conocida de este director. Nos referimos a Le chat, (El gato, 1971). Partía de una novela de Georges Simenon editada con ese mismo título en 1967 y contó para su desarrollo con dos grandes del cine francés, Jean Gabin y Simone Signoret, dos personalidades totalmente opuestas, ambos ya en su declive físico pero no de sus facultades intelectuales, que están espléndidos en este mano a mano magistral, con que hipnotizan al espectador.

La historia, pesimista y descorazonadora, desmenuza a nuestros ojos el proceso destructivo de una pareja instalada en el desamor. Se han querido, pero después de treinta años las cosas cambian. No tienen hijos y se detestan y, aún a pesar del enfrentamiento cotidiano, se necesitan, aunque ya no tengan nada que decirse si no es para hacerse daño. Los dos, a solas en su universo casero, con ese gato que él ha recogido en la calle y en el que irá volcando toda la ternura que ya no siente por ella. Celos, envidias, egoísmos, y deslealtades van ennegreciendo este relato devastador, que el director nos ambienta en un barrio de la periferia de París, un barrio de casas antes bajas y que ahora se derrumba para levantar edificios modernos, altísimos y ajenos. El ruido constante de las obras que están cambiando la fisionomía del barrio agudiza el espantoso silencio de la casa donde ya sólo se respira una atmósfera densa, inquietante y turbadora, en la que tensión e intriga crecen a ritmo lento, conforme el odio de la pareja se hace más y más intenso. No es un policíaco, como a primera vista se puede esperar de una novela de Simenon; es una historia triste sobre la condición humana. Y es, desde luego, una gran película. 

miércoles, 22 de agosto de 2012

Vidas de músicos y cantantes

Que en la biografía encuentra el cine un verdadero filón de temas ya quedó anteriormente ejemplificado con algunas excelentes películas sobre las vidas de diversos pintores consagrados.
Podría haber sido cualquier otro el campo de la actividad humana elegido, porque abundan las historias de interés bien llevadas al cine: vidas de escritoras, (Memorias de África,Sidney Pollack, 1985; Las hermanas Bronte, André Techiné, 1979); o de criminales (Scarface, Howard  Hawks, 1932; Bonnie and CLyde, Arthur Penn, 1967). De toreros, (Belmonte, Juan Bollaín 1995); o de aventureras (Lola Montes, Max Ophuls, 1955). Vidas de políticos, (Le promeneur du Champ du Mars -Presidente Miterrand, Robert Guediguian, 2005; John Adams, Tom Hooper, 2008) o de bailarinas (Isadora, Karel Reisz, 1968)... En fin, es inacabable el muestrario de actividades, benéficas o maléficas, en que algunos se han destacado del común de los mortales y cuyas peripecias vitales hemos revivido en pantalla.

Quizá resulte interesante insistir en esta fuente y dirigir ahora la mirada al mundo de la música para contemplar a personajes que han brillado en ella tanto en la interpretación vocal o instrumental como en la composición.

La vida de un cantante es lo que nos cuenta la primera historia seleccionada, Gayarre, película dirigida por Domingo Viladomat en 1959, que tiene el encanto de ofrecernos a un jovencísimo Alfredo Krauss dando vida a aquel magnífico tenor que alumbró la música española de la segunda mitad de XIX, Julián Gayarre. Esta discreta realización sin grandes pretensiones se convierte hoy en todo un documento sentimental para quienquiera que siga añorando la maravillosa presencia de aquel genio de la lírica que fue Alfredo Krauss. Verlo aquí, casi en los inicios de su carrera, es un privilegio que nos ayuda a pasar por alto los resabios patrioteriles de casticismo rancio que se cuelan en el guión, tan consustanciales, por otra parte, a la época en que se rodó. No es la única película sobre la vida de Gayarre; Forqué volvería sobre el personaje en 1986 con su Romanza final, donde encontramos a José Carreras encarnando al tenor navarro, acompañado en el reparto nada menos que por Montserrat Caballé.

De factura más cuidada, pero desilusionante en sus resultados Callas for ever es un homenaje que Zeffirelli, gran director artístico de óperas, quiso rendir a María Callas, a quien conoció, trató, apreció y dirigió en diversas ocasiones. Estrenada en 2002, se trata de una ficción  ambientada en los últimos años de la vida de la cantante, cuando ya ha perdido la voz y parece interesarse en actividades complementarias. Con un reparto de primera y una buena realización, esta fantasía histórica no logra sin embargo emocionar al espectador.

Tal vez injustamente olvidada, Song without end (Sueño de Amor, 1960), que Charles Vidor comenzara a dirigir y Georges Cukor finalizara tras la muerte del primero, nos muestra algunos momentos de la vida del compositor húngaro Franz Liszt, deteniéndose especialmente en sus amores y en su condición de virtuoso del piano. Maravillosamente interpretada por Dirk Bogarde, que nos ofrece una acabada estampa de seductor músico romántico, fue una película que gozó en su momento de gran éxito de público y obtuvo el Oscar a la mejor banda sonora.

Mucho más cercana en el tiempo, La vida de Verdi es una serie dirigida con oficio en 1982 para la televisión italiana por Renato Castellani. En elIa se reconstruye a lo largo de ocho capítulos la peripecia vital de este enorme compositor, genio indiscutido e indiscutible de la ópera. La serie, bien ambientada, bien interpretada y narrada sin fisuras, capta la atención del espectador y logra mantener su interés en todo su desarrollo.

También digna de mención resulta Inmortal beloved, (Amor inmortal), dirigida por Bernard Rose en 1994, que nos muestra diferentes momentos de la vida de Beethoven: aspectos de su infancia, pleitos familiares, la aparición de la sordera y el sufrimiento que le ocasiona... todo ello acompañando al núcleo central de la trama que gira en torno a la búsqueda de una misteriosa mujer, que a la muerte de Beethoven su abogado se viera forzado a realizar para cumplir el mandato testamentario del compositor. La historia aunque algo rebuscada y tortuosa se sigue con curiosidad.

Y cierra esta serie de personajes relacionados con la música clásica la versión que de Mozart nos da Milos Forman, en su Amadeus de 1984, considerada entonces uno de los mejores estrenos de la década y profusamente premiada. En ella se enfoca a nuestro genio desde la óptica de su pretendido rival, Salieri, enfermo de celos ante el talento abrumador de un jovencísimo Mozart. La película, aun contando con unos niveles excelentes en la dirección artística, la fotografía, el montaje y la banda sonora y aunque plagada de momentos memorables de buen cine, se quiebra en la visión extremadamente caricaturesca y excesivamente histriónica que nos ofrece de Mozart, presentándole como una especie de cretino infantiloide para subrayar la mirada envidiosa del compositor rival. Es éste un aspecto que resulta cargante y por momentos al espectador se le hace insufrible, rebajando el resultado final, aunque sorprendentemente no le pasara factura en el momento de su estreno.


Cambiando de ámbitos musicales también el riquísimo mundo del jazz nos ofrece títulos dignos de ser recordados. He aquí algunos: The Glenn Miller Story (Música y lágrimas, 1954) donde Anthony Mann nos hace gozar con temas inolvidables interpretados por grandes estrellas como Gene Krupa o Louis Armstrong, mientras nos da una dulcificada versión de la vida de este gran compositor de la era del swing que fue Glenn Miller. Ray (2005), sobre la figura de Ray Charles, con la que su director, Taylor Hackford,obtuvo, contra todo pronóstico, un resultado brillante. Y sobre todo, Bird, que Clint Eastwood dirige en 1988 sobre la carrera del genial saxofonista y compositor, Charlie Parker, amigo y compañero de Dizzie Gillespie y una de las figuras más grandes del género, a pesar de que sólo contaba 34 años cuando le llegó la muerte.

El mismo año en que se estrena Bird, Chet Baker, trompetista genial y cantante de voz dulce y estilo intimista se tiraba por la ventana de un hotel de Amsterdam. Un año después, en 1989, estrena Bruce Weber su documental sobre este intérprete convertido ya en leyenda, Let's get lost, con el que obtendría el Premio de la Crítica del Festival de Venecia. El excelente documental recoge materiales de la última gira del intérprete así como entrevistas al propio Baker y sus allegados, reflejando brillantemente lo que resultarían sus últimos días de vida.

Si la mirada se dirige a la música popular ahí está La mome, (La vida en rosa, 2007), de Oliver Dahan, que constituye a día de hoy la última de las numerosas biografías en cine de Edith Piaff; una película configurada como retrato impresionista de esta mujer de vida trágica y procedencia humilde que llegó a ser mundialmente famosa y a convertirse en un verdadero icono de la música  francesa.

Y por último dos producciones más recientes que giran en torno al mundo de los Beatles, Nowhere boy, dirigida en 2009 por Sam Taylor-Wood sobre la adolescencia y primeros pasos musicales de John Lenon y el documental de Scorsese, George Harrison: Living in the material world, estrenada en España en diciembre de 2011.

Un buen número de títulos evocando figuras de compositores e intérpretes que nos enriquecen y conmueven, geniales todos ellos, cualquiera que sean sus universos musicales... Sirvan las películas mencionadas sobre sus vidas como nuevos botones de muestra de lo que para el cine comporta el género biográfico.

jueves, 2 de agosto de 2012

Una Venecia de cine

En su próximo aniversario el festival de Venecia cumplirá sus setenta otoños, así que asociar esta ciudad al cine no es algo gratuito, que Venecia ha sido y es pionera como escaparate privilegiado del cine internacional.

Pero además. se constituye con frecuencia en escenario para infinidad de películas de todo género y estilos. La vemos como telón de fondo de diferentes musicales, desde aquel inolvidable Top Hat, (Sombrero de copa, Mark Sandrich, 1935), con Ginger y Fred danzando en una delirante Venecia de cartón piedra muy modern art, hasta Everyone Says I Love You, (Todos dicen I love you), que Woody Allen realizara en 1996, salpicando además la anécdota por Nueva York y Paris. La vemos también en comedias, como The Honey Pot, (Mujeres en Venecia), adaptación de una obra teatral de Frederic Kmott llevada a la pantalla por Mankiewicz en 1967. En dramones lacrimógenos, como aquel en su día tan exitoso Anónimo veneciano que Enrico Maria Salerno rodara en 1970. Por supuesto en tragedias, como la espléndida Senso, (comentada en Amores de perdición), donde Visconti nos recrea una bellísima Venecia decimonónica. Y sin duda en series de Televisión; ahí está ese Comisario Bruneti de las novelas de Donna Leon, a quien vemos desplazarse por la ciudad en nuestros días, caminar por sus campi y sus calli y navegar por sus canales mientras sigue las pistas que resuelvan sus casos.

En fin, infinidad de títulos, imposible citarlos todos; historietas amables y algo anodinas como Venecia, la luna y tú, que Dino Risi realizara en 1959, o creaciones más consistentes como el Casanova, (1976), de Fellini o el formidable Don Giovanni de Mozart, cuyas aventuras ambienta Losey en 1979 en alguna de las villas palladianas asomadas al canal del Brenta que discurre entre Padua y Venecia... De todo hay en los relatos que han buscado la belleza veneciana para servir de marco a sus argumentos, porque Venecia obviamente es muy fotogénica.

Por eso tal vez resulte interesante recordar un par de excelentes películas donde la ciudad no sólo sirve de escenario, sino que adquiere un gran protagonismo en las historias que respectivamente nos cuentan: Summertime (Locuras de Verano, David Lean, 1954)  y Morte a Venezia (Muerte en Venecia, Luchino Visconti, 1971)

La primera es una comedia romántica de sabor agridulce, que David Lean desarrolla con sensibilidad, gracia y penetración psicológica. Se trata del relato de unas vacaciones, las de una solterona norteamericana ilusionada con su viaje a Venecia, en el que ha invertido todos sus ahorros, deseosa de conocer la ciudad y vivirla intensamente.

https://www.youtube.com/watch?v=VKfLomA_DqM

Su heroína, una puritana secretaria de Ohio, genialmente encarnada por Catherine Hepburn, se nos presenta llena de expectativas, pero tímida, comedida y discreta. Tras el entusiasmo de la llegada la veremos recorrer Venecia, ávida de llenarse con todo lo que la belleza del lugar promete, de empaparse de la atmósfera sensual y distendida de la ciudad, de sus colores, sus olores, el sonido de sus campanas, el bullicio de sus gentes, la humedad de sus canales, el vuelo de sus palomas, los arrullos de las parejas que encuentra a su alrededor... quiere atraparlo todo con su cámara, guardar las imágenes que fluyen ante sus ojos deslumbrados.

Y en medio de tanta euforia la conciencia de ser sólo espectadora irrumpe de golpe, llenándola de tristeza. Ella está allí, entre todo eso, viendo cómo el amor brota por todas partes mientras se sabe excluida, y su deseo más escondido, la búsqueda de ese mismo amor tan ansiado, se le hace urgente y omnipresente, pero irrealizable, y, por lo mismo, frustrante.

La acompañamos en sus paseos solitarios por una Venecia brillantemente fotografiada por Jack Hildyard; nos reímos con los juicios llenos de tópicos de otros turistas americanos que allí encuentra y que David Lean nos señala con mordacidad; somos testigos de sus difusos anhelos de plenitud, sus limitaciones y sus prejuicios; asistimos a sus dificultades de relación y a sus esfuerzos por disimular el vacío que siente... hasta que surge al fin la aventura amorosa y la vemos florecer, abandonar sus atuendos pacatos y embellecerse con otros que realzan su atractivo, mientras su mirada se llena de brillo y su alma de esperanza. Claro que todo no se resuelve en un sueño rosa; la realidad se impone con sus claroscuros y asoman espinas, vacilaciones y escollos insalvables.

Este excelente director inglés a quien debemos la película, David Lean, más conocido por sus grandes superproducciones como El puente sobre el río Kwai, Lawrence de Arabia Doctor Zivago tenía sin embargo un habilidad especial para retratar los amores imposibles, esos que aparecen de improviso como un ciclón trastocándolo todo y haciendo tras su partida que nada vuelva a ser lo mismo que antes. Lo había demostrado ya en otra de sus películas intimistas, su estupenda Breve Encuentro (Brief Encounter) una intensa y fugaz historia de amor que rodara en 1945 con inteligencia y sobriedad. Y, como entonces, en este caso acomete también la narración sin sensiblería, con una delicadeza y un humor no exento de pinceladas amargas, consiguiendo realizar una obra contenida y elegante cuyo visionado sigue siendo un placer.

Muerte en Venecia, dirigida por Luchino Visconti en 1971, y protagonizada por Dick Bogarde, es una adaptación de la novela corta de Thomas Mann La muerte en Venecia, publicada en 1912, conteniendo, según afirmaciones del propio escritor, algunos aspectos autobiográficos. La acción transcurre en los albores del siglo XX en una Venecia adonde ha acudido a refugiarse temporalmente el protagonista, Aschenbach, un compositor de ficción, que también recuerda la figura de Mahler, tratando de escapar del dolor que siente por la reciente muerte de una de sus hijas, de los desencuentros con su esposa, del fracaso de su última obra, de la severidad de su medio... en fin, de su vida toda.

https://www.youtube.com/watch?v=dsQ4PghxNms

Solitario y enfermo, pasa sus días en un lujoso balneario del Lido, enfrascado en profundas reflexiones sobre la muerte y la vida, la vejez y la juventud, la fealdad y la belleza, encarnada ésta en la figura de Tadzio, un adolescente que le fascina y le va obsesionando por momentos, generando sentimientos perturbadores para su moral declaradamente rígida y convencional. Su tiempo transcurre silencioso, entre la inalcanzable belleza de ese adolescente con el que no cambia una palabra, tan solo miradas, y la constatación de su propia decadencia física, acentuada por el hecho de saberse enfermo.

La hermosura de Venecia se nos muestra en paralelo a la del muchacho. Y cuando se perciba la decadencia de la ciudad, invadida por una epidemia de cólera, la fealdad ambiente será interpretada por el protagonista como reflejo de su propia decadencia. Y al igual que la Venecia "oficial" niega la peste para no perder su atractivo turístico él tratará de esconder su ruina corporal con afeites, que sólo consiguen acentuar su declive.

Bajo un calor pegajoso y asfixiante, vemos a nuestro compositor avanzar por calles y plazas siguiendo los pasos de Tadzio. A través de sus ojos descubrimos el abandono y la suciedad en que el cólera ha sumido a esta ciudad desbordada por la desgracia. Algunos cadáveres yacen en la calles y grupos enloquecidos bailan a la desesperada una especie de danza macabra. En medio de tanto horror uno de los danzantes le asusta con su mueca feroz, enfrentándole a su propia imagen, donde las pinturas con que ha querido enmascarar su aspecto demacrado se han corrido, convirtiendo su rostro en el de un espantajo semejante a la abominable aparición.

Tras esta vivencia de pesadilla, su reflexión sobre la belleza y su deseo imposible de alcanzarla va tomando tintes ya no sólo filosóficos, también morales, y nuestro compositor se va juzgando cada vez con más dureza mientras avanza en paralelo su declinar físico. En un momento dado, en la bellísima playa del Lido, le vemos sufrir un ataque al corazón y, mientras se acerca la muerte, observa cómo el sol ilumina la hermosura adolescente de Tadzio alejándose hacia el mar.

La belleza del balneario, de sus gentes adineradas, bien vestidas y de refinados ademanes, su vivir cotidiano en ese entorno lujosamente impecable... todo parece asegurar un mundo a salvo de destrucción. Pero la destrucción ha comenzado ya. La propia hermosura de Venecia se ha rendido al cólera. Es un mundo que se precipita irremediablemente a su final.

Visconti está de nuevo contándonos sus obsesiones: la decadencia de un mundo hermoso, lo inevitable de su pérdida, sus pulsiones eróticas, su conocimiento del medio aristocrático, su amor por la belleza, por la música que es parte de esa belleza... ¡la música! .Fundamental en casi todas sus películas en ésta es crucial, revistiendo un protagonismo tan absoluto que parece obligado remarcarlo; de hecho, si el personaje del compositor está vagamente basado en la figura de Mahler, el adagietto de su quinta sinfonía resulta inseparable de esta historia que Visconti nos cuenta, formando con la imagen un todo de gran presencia dramática

miércoles, 4 de julio de 2012

Cine negro francés

Un género tan inequívocamente americano como el cine negro tiene sin embargo también mucho de europeo; de entrada gran parte de sus creadores, que en el Hollywood de los años cuarenta, cuando el género cristaliza, están allí trabajando.



Sirvan de ejemplo un buen puñado de títulos de entonces que se cuentan entre los mejores de este tipo: Deseos Humanos, Laura, Perdición, Forajidos, Detour... Detrás de ellos, por este orden, Fritz Lang, Otto Preminger, Billy Wilder, Robert Siodmak, Edgar Ulmer, todos en América, pero todos alemanes o judíos austríacos huyendo del nazismo... Así que ¿raíces europeas? Sin duda, pues si no son estos directores los únicos grandes del género, sí figuran entre los mejores. Sin embargo no deja de ser justo que cuando se hable de cine negro se piense sobre todo en el americano, ya que allí, por quien quiera que fuere, se realizaron en calidad y cantidad el mayor número de títulos de proyección mundial.

Pero el género no se agota en Estados Unidos; cada cinematografía nacional tiene sus títulos inolvidables y sus diferentes formas de abordar los relatos. Francia, por ejemplo; su producción en películas de esta clase es abundante y variadísima en enfoques y desarrollos. No por casualidad el nombre con que se bautiza mundialmente al género, film noir, proviene de allí; de las tapas negras de una serie de novelas de crímenes allí editadas, difundidas y de gran aceptación. Novelas que mostraban, en fuerte claroscuro, una sociedad violenta amenazando fatalmente al héroe; constantes que marcarán para siempre al género.

Algunas policiacas francesas, cinco en particular que seguramente se cuentan entre las mejores, servirán en esta ocasión para evocarlo: Le quai des brumes, À boût de souffle, Samuraï, Monsieur Hire y La ceremonie. Todos ellas, salpicadas en el tiempo, tienen en común la singularidad de su estilo, su enorme capacidad de impacto emocional, su habilidad para atrapar al espectador y sumergirle en mundos propios. Y por si fuera poco, ninguna se parece más que en la excelencia, que todas ofrecen resultados radicalmente distintos.

Le quai des brumes (El muelle de las brumas) es una de las que dieron nombre al género. Una tristeza difusa, irremediable, flota en esa historia que Marcel Carné desarrolla en 1938, a partir de una novela de Pierre Mac Corlan y diálogos de Jacques Prévert, para contarnos el encuentro entre un hombre y una mujer víctimas de un destino ciego. Son ellos seres marginales, desarraigados, imbuidos de tristeza, moviéndose en ambientes oscuros y sórdidos de mundos impregnados de fatalidad. Dos perdedores huyendo de su pasado, que se saben en un presente sin futuro, y que son sin embargo, contra toda esperanza, capaces de amar y de amarse. El resultado es un cine más hondo y más amargo que el americano que nos arrastra tras sus personajes, habitantes de climas densamente poéticos de un romanticismo desesperado.

https://es-la.facebook.com/FilmsdeComedie/videos/1715276185201020/

En 1960, sobre guión de François Truffaut, que acababa de presentar con gran éxito su primer largometraje, Les 400 coups (Los cuatrocientos golpes), Jean-Luc Godard realiza À bout de souffle, (literalmente, Sin aliento, aunque aquí se tituló Al final de la escapada), una película que se percibe en su momento como una nueva forma de hacer cine y que hoy con más de medio siglo a sus espaldas sigue resultando extremadamente actual, hasta el punto de permanecer como un icono de modernidad.

Es una historia contada en blanco y negro; con diálogos misteriosos e irreverentes; de montaje incoherente y lógico a la vez; filmada en escenarios naturales con una tecnología que abre otra forma de decir. Cargada de guiños de cinéfilo, (alusiones a Casablanca, Ciudadano Kane, Viaggio in Italia...; también a Renoircameos a lo Hitchcock del propio Godard...), À boût de souffle pronto se convertiría en una de las películas más rompedoras de esa corriente fresca e innovadora que se llamó nouvelle vague. Y hoy la imagen de Jean Seberg, pelo cortísimo, pantalón pitillo, suéter anuncio del Herald Tribune y manojo de periódicos bajo el brazo mientras pasea por los Campos Elíseos con Jean-Paul Belmondo, (éste, cigarrillo en boca y sombrero a lo Bogart), es todo un símbolo del cine mundial.

https://www.youtube.com/watch?v=-laut8_69dk

Godard, Truffaut..., tal vez Chabrol. Cuando se piensa en el cine francés de los años sesenta son estos nombres de la nouvelle vague los primeros que acuden a la mente, mientras otros de interés no menor quedan injustamente postergados, como el de Melville, hacedor de un cine tan personal, extremadamente elegante, profundo y rico en lecturas

Frente a su película Le Samurai, (El silencio de un hombre, 1967), nos encontramos situados ante un clásico del género negro trazado con un estilo propio y diferenciado. Se trata de una obra de peculiar grandeza y densa gravedad. Nada que ver por supuesto con el vanguardismo de Godard; el cine de Melville es de una pureza clasicista. Tampoco se trata ya como en el de Marcel Carné de historias de amor; las suyas hablan de soledad y soledades; perseguidos y perseguidores presentados en paralelo, viviendo a veces en estrecha dependencia

La que nos cuenta en Samurai es la de un criminal, un pistolero con cara de niño y aires de huérfano. De aspecto impenetrable, taciturno, metódico y triste, cuyo oficio es asesinar. Profesional impecable que engañado por sus socios tendrá que defenderse en dos frentes: de la policía y de sus cómplices, enzarzados todos en la caza implacable de un hombre solo. Y la película nos relata el camino hacia la muerte de este "samurai" urbano, que no entiende más códigos que el suyo propio y lo cumple con severa gravedad hasta su inevitable final.

En su estructura nada se aleja de lo usual en este tipo de cine; es la mirada del director la que lo hace distinto; su interés por el universo de aislamiento y ausencia de valores en que el criminal se mueve; su morosidad al reflejarnos los actos cotidianos de este tipo solitario, ejecutados todos como un rito; el modo en que nos obliga a fijarnos en sus objetos habituales: gabardina, sombrero, su cuarto, impersonal y gris... destacados todos ellos por la cámara, como ahondando en el vacío afectivo del personaje, que se mueve en entornos tan desnudos como su propia vida: apartamento anodino, calles desangeladas, ciudades desiertas...

https://www.youtube.com/watch?v=oIac5eVNcek

Con resultados que nada tienen que ver, pero también de soledad y aislamiento, de arrastrar una existencia sin afectos, nos habla Monsieur Hire (1989), una historia que desarrolla Patrice Lecont a partir de la novela de George Simenon La fiançaille de monsieur Hire, consiguiendo una película extraordinaria, muy por encima de lo que hasta entonces había realizado.

Esta vez se trata de un personaje con un hábito malsano: es un voyeur. No tiene amigos, no cae simpático a nadie. Sus quehaceres cotidianos, realizados en radical aislamiento, ocupan la tediosa rutina de su vida. Y en la soledad de su casa, a oscuras, su mirada acecha a la vecina de enfrente. Así se pasa las horas muertas. Controla todo lo que le sucede ante sus ojos, deduce lo que no puede ver; se obsesiona con ella; se enamora perdidamente de ella. Llega un momento en que la vecina se percata de ser espiada y a partir de ahí la trama irá entrelazando sus vidas y llevándolas por derroteros insospechados.

https://www.youtube.com/watch?v=elNCMX8EzAM

La manera en que el director desde el primer momento nos hace cómplices del mirón; la atmósfera casi de culpa que respiramos mientras le miramos mirar, protegidos como él por la oscuridad de la sala; la sutileza además con que nos acerca a este personaje tortuoso y triste, sumergiéndonos en un malestar confuso y un inquietante desconcierto hasta que experimentamos compasión por su infelicidad... todo ello está conseguido con mano maestra.

Las miradas, los gestos y los diálogos entre los protagonistas, cada elemento está tratado de una forma delicada y sobria para desvelarnos el misterio de un crimen cometido, (¿por quién?),  y unas historias de amor, (que no es una, que son dos), cargadas con toda la profundidad y complejidad que esa pasión puede presentar: el espejismo del enamoramiento; la necesidad de ser querido; la torpeza en la elección del objeto amoroso; la infelicidad de no ser correspondido y el goce de serlo o de creer serlo; la generosidad, la abnegación o la crueldad de que parece hacernos capaces ese sentimiento poderoso; la traición a que puede inducirnos... Todo ello envuelto en un acertadísimo minimalismo musical, obra de Michael Nyman y apoyado en el buen hacer de dos actores, Sandrine Bonnaire y Michael Blanc, que están soberbios, él sobre todo, construyendo un personaje oscuro y turbador, capaz de impresionarnos tanto que ya no se nos borrará de la retina.

Y, por último, La ceremonie, (La ceremonia), una película de Claude Chabrol de 1995, basada en la novela de Ruth Rendell A Judgement in Stone, que se tradujo entre nosotros como La mujer de piedra. Se desarrolla en las proximidades de Saint-Malo, en una elegante casa solariega, aislada y solitaria, donde habita una familia de acomodados burgueses. Su criada, eficiente y discreta ha entablado amistad con una empleada de correos fisgona, atrevida y manipuladora, que va tomando cada vez más ascendiente sobre ella. La historia se inicia apacible y serena para irse complicando a medida que se nos van desvelando interioridades de los diferentes personajes implicados en la trama. Los vemos desenvolverse en su medio y Chabrol nos va descubriendo sus manías y mezquindades, sus debilidades, sus secretos más guardados. Todo ello con ironía a veces, con maestría siempre, haciendo avanzar la narración que se va cargando de tensión y se va condensando en un universo cada vez más pequeño hasta alcanzar un clima de catástrofe y violencia insospechadas.

Una película donde no falta la sátira burlesca de la burguesía de provincias, tan del gusto de Chabrol, pero que trasciende el tema para llevarnos por derroteros aún más perturbadores y escalofriantes. La obra evoluciona a un ritmo perfectamente controlado donde se dosifica el suspense de manera magistral y se crea una atmósfera absorbente en la que Sandrine Bonnaire e Isabelle Huppert, a cual mejor dando vida a esa pareja de psicópatas, nos sobrecogen con unas interpretaciones por demás inteligentes. Chabrol, que tantos títulos espléndidos -El carnicero, La mujer infiel, Un asunto de mujeres, Betty... y muchos más- ha proporcionado al género negro consigue con esta película una de sus obras más logradas.